jueves, 23 de agosto de 2007

Lo que tienen los anzuelos y los telediarios.

Es normal. Si a mi se me clavara un anzuelo de ocho centímetros en el estómago por comerme a mordiscos el cebo vivo de un arte de pesca, también rabiaría de dolor y me acordaría de todos los ancestros del capitán Pescanova. Es lo que tienen los anzuelos. Pero me estaría bien empleado, por ansioso.

Estaría justificado que me sacaran en la tele como atracción de feria presentándome de la siguiente o similar guisa: ¡pasen y vean al único hombre que traga anzuelos de ocho centímetros como si fueran lacasitos!... y hasta comprendería que, al día siguiente todo lo más, los bodrio-programas del corazón anunciaran a bombo y platillo que contaban en el plató con una trucha de río que había tenido relaciones prematrimoniales con la anchoa que fue empleada de cebo, cuando ambos eran un ingenuos alevines. Sería normal, empero, que más de un humano y sensible corazón se emocionara con la romántica historia, y que Isabel Gemio volviera a la caja tonta para presentar el reencuentro especial entre la trucha y el cuñado de la anchoa que murió pinchada y luego devorada.

Pero lo que no es normal, es que siendo el protagonista un pequeño escualo (bicho marino, de la familia del mítico y aterrador especimen, arrancador de extremidades humanas, que hiciera popular Spielberg hace unas decadas), los medios de comunicación lo hayan convertido en una estrella televisiva post mortem, porque resulta que el referido tiburón las ha palmado, como era de esperar si tenemos en cuenta que, en el reino de Neptuno, no tienen ni Cruz Roja del Mar, ni quirófanos ni cirujanos.

¿Es ese el nuevo estilo que debemos esperar de los mal llamados informativos? ¡Pues pijo, que diría Clavijo! ¡que los "telediarios", herederos de los antiguos "partes", se han convertido en vulgares magazines de entretenimiento donde tienen cabida las más insospechadas historias. Una especie de España Directo, pero con apariencia de seriedad.

¿Cómo esperan ser creíbles si mezclan todo tipo de desnaturalizadas pseudo noticias con informaciones de trágicas inundaciones monzónicas, seismos en Sudamérica, tsunamis en el Pacífico o muertos en las carreteras y en la devastada Irak? ¿o es que tenemos que acostumbrarnos a verlo todo tan normal como el llover hacia abajo?

Pues si, el tiburón se murió. Pena, penita, pena. También dos seres humanos que yacían en la noticia siguiente bajo una sábana tumbados en el cruel asfalto. Y para los informativos parecen lo mismo. ¿También para nosotros? ¡Yo me niego!

Si la noticia hubiera sido el asombro que causa que aún subsistan ejemplares marinos como éste, a pesar del empeño contaminador que le estamos poniendo, pues todavía... Pero en lo sucesivo, prometo zapear o pasar la página de cualquier diario cuando narren intrascendencias como éstas. De hecho ya lo vengo haciendo desde tiempos inmemoriales cuando hablan de que a Raúl se le ha roto la uña gorda del pie o que a Beckam le ha salido un sarpullido al enterarse de que su picante y pija mujer va a volver a ponerse ante un micrófono con sus otras amigüitas (iba a decir "cantar" pero me ha dado como vergüenza ajena).

Un poco de decencia y decoro informativos, por favor. Vamos a dejarnos las tonterías para que las diga Belén Esteban. Porque estudiar una carrera de 5 años para terminar yendo a una playa a narrar la captura-salvamento del ejemplar acuático de marras, debe ser un poco frustrante, por no decir vergonzoso.

sábado, 18 de agosto de 2007

1710

Podrían ser los dígitos de un año, en los albores del siglo xviii, pero no lo son. Podrían ser los euros que cuesta cada metro cuadrado construido en cualquiera de los florecientes “resorts” que están invadiendo nuestra geografía, cual si de plaga de mejillón cebra se tratara, pero no lo son... La realidad, como casi siempre, termina superando por goleada a la ficción: 1710 es la cifra acumulada de personas fallecidas en las carreteras españolas desde el pasado 1 de enero, según informaba machaconamente la DGT el pasado 15 de agosto en cada uno de los rótulos luminosos de autovías y autopistas por las que transitamos en nuestro retorno vacacional.

Una barbaridad. Se mire por donde se mire, que cada año pierdan la vida sobre el vil asfalto de nuestro país varios miles de seres humanos, destrozando otros tantos miles de familias, es una auténtica barbaridad tirando a burrada. Estoy convencido de que ni al guionista de la sangrienta saga de la matanza de Texas, en la más calenturienta de sus noches de inspiración, se le hubiera ocurrido jamás un argumento más terrorífico.

Y por mucho empeño que le pongan pariendo imaginativas e impactantes campañas publicitarias, no hay forma de acabar con esta tétrica sangría. Seguimos pisando el acelerador y las rayas continuas como si tal cosa, y cargando de líquidos altamente inflamables no sólo los depósitos de nuestros vehículos sino también los de nuestra anatomía, que seguimos creyendo inmortal.

Tampoco surte ningún efecto la amenaza de hipotecarnos hasta los tuétanos nuestro virginal saldo de puntos, ¿será porque pensamos que podremos recuperarlos en las urgencias de cualquier hospital cuando nos restañen esas buenas brechas que nos haríamos en caso de colisión por no llevar puesto el cinturón?

Por si no fuera poco el repertorio de tropelías que están a disposición de cualquier incívico e insolidario conductor, las nuevas tecnologías nos infligen un castigo mayor con móviles y navegadores-gepeeses entre otras inagotables fuentes de distracción. Ya se sabe que contra el pecado de pedir (que no se use el móvil conduciendo) está la virtud de no dar (no haciendo ni puñetero caso, que para eso somos libres y soberanos, ¡faltaría más!).

El contador sigue subiendo. Ya debe haber llegado al siglo xix. El hambriento ogro que es la carretera se sigue cobrando cada día su diezmo mortal. No hay forma de parar ese ritual de sacrificio humano. Ante esta hecatombe me parece inmoral que la autoridad competente haya calificado recientemente como “inaceptable” este chorreo de sangre que no cesa cuando supera un determinado número. Señores míos, siempre será inaceptable cualquier pérdida humana, porque no son números sino personas quienes fallecen.

Hay que ser muy descerebrado para no darse cuenta de que es estúpido jugarse la vida propia y la de los semejantes al volante. Como decía Gila con su característico humor satírico al referirse a una tía suya que se murió de una tontería, porque empezó estirándose un padrón y terminó pelándose entera, morir en la carretera, entre un amasijo de hierros, es también una forma ridícula de emigrar al otro barrio. Confío en que, allende la vida terrenal, no haya autopistas con curvas, ni motores turbo, ni gilipollas de cortas entendederas. Que aquí sobra de todo ello, oiga.