viernes, 29 de febrero de 2008

BISIESTO

Todo el mundo sabe que cuatro años (un cuatrienio, propiamente dicho) es un período de tiempo por el cual nos regimos para muchas cosas: hay elecciones cada cuatro años, hay mundial de fútbol cada cuatro años (en el que, por cierto, no pasamos de cuartos así nos maten, que también termina siendo cosa de cuatro), hay Olimpiadas cada cuatro años, y también cada cuatro años tenemos la costumbre de sumarle al mes de febrero, que es el más escuálido de los meses, un día extra a modo de dádiva estelar.


En realidad ese añadido es una especie de deuda cósmica que tenemos, por aquello de que cada vuelta que realiza nuestro planeta alrededor del Sol dura 365’25 días, cuando nosotros habitualmente sólo contamos 365. Es decir, que lo del redondeo no es algo que haya inventado el hombre del maletín desde que nos calzaron el euro para aprovecharse de las economías domésticas de todo pichichi, por muy maltrechas que se encuentren, sino que se remonta a tiempos del emperador Julio César. De hecho habemus hasta una bula papal de los tiempos de Gregorio XIII.

Por entonces no se sabía lo que era el IPC. Ellos –a los romanos me refiero-, con las carreras de cuádrigas (lo que vienen a ser los formula uno de hoy en día), las luchas de gladiadores (que es el equivalente a los partidos de fútbol, o las encarnizadas y vergonzosas luchas políticas de hoy) y andar de bacanal en bacanal con sus sandalias y sus coronas de laurel tenían bastante.

Como a mí, todo eso que estudié en su día, no me terminó de convencer -¿acaso hemos de creernos todo lo que viene en los libros sin cuestionarlo nunca?-, espoleado, ¡vete tú a saber si por la curiosidad o por el bicho que le picó al famoso Santo Bito (y que he leído que luego le creó tal inquietud que fue el origen del baile del sambito)!, ahora soy de los que piensa que esto del año bisiesto es un invento de la patronal, al igual que el día del padre todos sabemos que es un invento del Cortinglés y que el día de los Derechos Humanos es directamente una metida sin vaselina de la desconcertante Organización de Naciones Unidas que sólo vela a tiempo parcial por los derechos de las personas.

Con tal de hacernos trabajar y obtener más beneficios que llevarse a paraísos fiscales, a los titiriteros del poder económico no les tiembla el pulso ni la vergüenza para entrar a saco allá donde haya algo que esquilmar, lo mismo aquí que en cualquier otro recóndito paraje del lejano oriente, que es a donde han mudado su maquinaria de hacer dinero a espuertas, mayormente porque allí a los currantes les da lo mismo que febrero tengo un día más, que los sueldos suban por debajo del coste de la vida o que san José sea el patrón de los carpinteros. O sea, que no es para tanto lo de trabajar un día gratis si lo comparamos con el hecho de tener que trabajar de sol a sol (o en lúgubres agujeros sin verlo nunca).

Luego no podemos extrañarnos de que se nos llene nuestra florida Europa de inmigrantes. Y permitidme que no le añada lo de “ilegales”, porque me parece el más humillante y cruel de los adjetivos en este mundo pretendidamente tan globalizado. Seguro que si hubiéramos nacido negros, en un poblado en mitad de la nada, arrasado por un sol castigador y el empecinamiento aniquilador de algunos autoproclamados líderes tribales, nos jodería mucho tener que jugarnos la vida en una barquichuela patroneada por mafias de hijos de padre ignoto.


Esa pobre gente no ha leído “El Capital”, ese best-seller de la lucha de clases, auténtico manual que debería ocupar un lugar privilegiado en la cabecera de cualquier revolucionario anti-sistema, y que lo único que hace en las bibliotecas de occidente es coger polvo en las estanterías. Reconozco, eso sí, por las mismísimas barbas de Karl Marx que, a pesar de haberlo intentado, he tenido que desistir en un par de ocasiones, pues entenderlo es empresa harto complicada, casi lo mismo que la linea editorial del diario El Mundo, siempre enfrascado en sacar a la luz complots e historias varias para no dormir.

Tampoco quiero que os dé por pensar de mí que me alimento con bocadillos de utopía o que soy el nuevo enviado para salvar el mundo (esta vez me refiero al planeta, no al periódico). Para cuatro gatos (y un periquito) que me leen, no es cuestión de ponerse en plan mesiático.

Yo sólo es por darle un poco a la sin hueso y cagarme en los años bisiestos y en el síndrome de Estocolmo laboral, que es cuando nos da por decir aquello de que el trabajo ennoblece. Tonterías, las justas.

viernes, 15 de febrero de 2008

La pe con la a, pa.

Dos letras, una sílaba, pero no una sílaba cualquiera, no señor. Desde el mismo momento en que el ser humano, desposeído aún de habla y del más básico control de esfínteres, se lanza a la aventura del balbuceo, una de las primeras cosas que aprende es a decir “pa”, expresión resumida ésta que repetida en tandas de a dos por el infante o nenico en cuestión, es capaz de conseguir en el adulto varón metido a progenitor, casi el mismo efecto que consiguieron Paulov y su campana en aquel cánido que usara el buen hombre de cobaya para su afamada ley del reflejo condicionado: una extraordinaria segregación salivar, o lo que es lo mismo, baba a granel.

A la amamantadora procreadora le sucede lo mismo cuando en lugar de pa es ma la sílaba escogida. Pero esa ya es baba de otro costal.

Del “pa” descenderán luego palabras tan trascendentes para entender la historia como patria, parto, pared, patata, paga, pachuli, p’alante y p’atrás, y hasta pánfilo, patán, palurdo o paleto.

Pero si hay un término que sería especialmente injusto dejar abandonado a su suerte, por sus reconocidas capacidades adjetivas y sustantivas, pues lo mismo te hace reir que llorar, con sus colores vivos y saltones las más de las veces, ese es el payaso.

Payaso. Dícese del que hace payasadas. Los hay de circo, con sus caras pintadas, sus zapatones estrafalarios y sus flores de pega en la solapa, y los hay de parlamento, con sus corbatas, sus trajes de sastre, sus estudiadas arengas partidistas y su falta de respeto a la más mínima decencia y decoro, carencias éstas que se acentúan en época de elecciones, como si se tratara de una jauría de animales salvajes a la gresca en período de celo.

Por suerte aún hay diferencias. Más en la comparativa no es que salga nuestra especie demasiado bien parada. Al fin y al cabo se supone que deberíamos distinguirnos por nuestra inteligencia, pero lo cierto es que los animalicos no tienen culpa de dejarse guiar por los instintos más primitivos y básicos y, en cambio, nosotros nos empeñamos en hipotecar nuestro raciocinio acomodándonos en las butacas que nos han sido reservadas a cada cual para asistir al lamentable espectáculo de esa subasta en que, tanto unos como otros, han decidido convertir la campaña electoral: ¡el señor de la rosa en el puño ofrece cuatrocientos euros, el caballero de la gaviota asegura mano dura!, ¿quién da más?... ¿he oído dos semanas más por paternidad?...

No me extraña que San Jerónimo saliera a la carrera. Es como para echar a correr y no parar hasta dejar en mantillas los cuarenta y dos kilómetros que se marcó Filípedes antes de cascarla por el titánico esfuerzo. Corrían –nunca mejor dicho- otros tiempos. También entonces habían guerras y tropelías. Pero no faltaban el honor y la dignidad.

Por suerte, y aunque patético sea un adjetivo que tire de pa en su arranque, también la PAZ incorpora el mágico binomio, y me complace escribirla en mayúsculas, que es como gritar en alto un deseo. Pues eso: ¡paz y después gloria, paisanos!

jueves, 7 de febrero de 2008

La verdadera historia de mi gato Felipe


Continuando con la temática animal de mis entradas (ya he hablado de lo jodida que es la vida del oso polar y del conejo del minsitro -menos mal que no fue una ministra la que se prodigó en los consejos gastronómicos en la pasada navidad-), quiero hoy hablaros de un gato que tuve. Aunque parezca coña, o suene un nombre muy moñas para un mamífero con bigote, lo cierto y verdad es que, en tiempos, tuve uno al que dimos en llamar Felipe.

En realidad nunca lo tuve. El animal era muy suyo y se tenía a sí mismo y paseaba ufano sus andares felinos con esa libertad que ya quisieran los amariconados y castrados gatos de compañía de hoy en día.

En cuanto a lo del nombre... yo siempre que me cruzo por la calle con algún chucho de nombre descorazonador, fruto de alguna fiebre vespertina o de un espíritu cursi a más no poder, venido del más allá de los pijos, me pregunto por qué no pueden darse a un animal, de los denominados comúnmente "de compañía", cualquiera de los cientos de nombres olvidados de nuestro ancestral santoral, en lugar de recurrir a gilipolleces y diminutivos en plan pitiminí. Eso sí, que a nadie se le ocurra llamar a un bicho así Borja Mari porque me lo cargo.

Compartiendo la existencia casi como personas (algunos de ellos reciben muchos más cuidados y atenciones que millones de seres humanos), Felipe, merecía tener nombre de personaje ilustre, y aunque nunca supo de política, siempre contó con nombre de presidente.

Felipe, mi gato, fue siempre como de la familia, aunque nunca se sentó a la mesa con nosotros. Se alimentó de sobras y el postre hubo de buscárselo él solito, a base de roedores de diverso tamaño, otrora tan habituales en ese entorno tan poco urbano en el que nos criamos (tanto el gato como yo) y que hoy ha desaparecido bajo gruesas capas de asfalto y cemento a granel.

Felipe tenía su pelaje oscuro, zahíno, ¿sería políticamente correcto decir que era negro?... que yo sepa ninguno de los gatos que frecuentaban su compañía se lo tuvo jamás en cuenta, porque aquel día en que casi perdió un ojo en una refriega gatuna estoy seguro de que fue por esos asuntos que también a los seres supuestamente más desarrollados nos mantienen en celo.

Tampoco sufrió marginación por su idioma, pues no necesitó traductor para hacer entender sus maullidos al persa o al siamés. Porque Felipe era un gato castellano, como la sopa, y atrevido, y hasta aseguraría que galán, de esos que se deshacen en requiebros a su amada.

No sé si habrá un cielo para los michinos. Ni siquiera sé si Felipe consumió sus siete vidas reglamentarias o renunció voluntariamente a alguna de ellas al sentirse vilipendiado y menospreciado por los creadores de dibujos animados, que siempre han sido enormemente crueles caricaturizando a los simpáticos felinos como auténticos cafres o mequetrefes, hazmerreir de los malditos roedores, que diría el gato Jinks refiriéndose a los golfos Pixie y Dixie, o aquel Tom, eternamente ligado a Jerry. Más tarde vendría Isidoro, sinvergonzón y amarillo, y Don Gato, con su sombrero y su pandilla de inútiles amigos.

¡Menuda trupe, amigo Felipe!, casi lo mismito que el circo de la política que está ahora en lo suyo, calentando motores para las elecciones del próximo mes de marzo, con sus equilibristas, sus juegos malabares y sus payasos.

Felipe, si nos estás viendo, no te arañes con esas uñas afiladas con las que, a pesar de tu cariño, me advertiste más de una vez. Y no esperes nada de las futuras remesas de gatos que emigren al otro barrio porque los gatos se van envileciendo y aburguesando al ritmo que marca la sociedad y su indecoroso progreso. Ya no hay gateras.