jueves, 7 de febrero de 2008

La verdadera historia de mi gato Felipe


Continuando con la temática animal de mis entradas (ya he hablado de lo jodida que es la vida del oso polar y del conejo del minsitro -menos mal que no fue una ministra la que se prodigó en los consejos gastronómicos en la pasada navidad-), quiero hoy hablaros de un gato que tuve. Aunque parezca coña, o suene un nombre muy moñas para un mamífero con bigote, lo cierto y verdad es que, en tiempos, tuve uno al que dimos en llamar Felipe.

En realidad nunca lo tuve. El animal era muy suyo y se tenía a sí mismo y paseaba ufano sus andares felinos con esa libertad que ya quisieran los amariconados y castrados gatos de compañía de hoy en día.

En cuanto a lo del nombre... yo siempre que me cruzo por la calle con algún chucho de nombre descorazonador, fruto de alguna fiebre vespertina o de un espíritu cursi a más no poder, venido del más allá de los pijos, me pregunto por qué no pueden darse a un animal, de los denominados comúnmente "de compañía", cualquiera de los cientos de nombres olvidados de nuestro ancestral santoral, en lugar de recurrir a gilipolleces y diminutivos en plan pitiminí. Eso sí, que a nadie se le ocurra llamar a un bicho así Borja Mari porque me lo cargo.

Compartiendo la existencia casi como personas (algunos de ellos reciben muchos más cuidados y atenciones que millones de seres humanos), Felipe, merecía tener nombre de personaje ilustre, y aunque nunca supo de política, siempre contó con nombre de presidente.

Felipe, mi gato, fue siempre como de la familia, aunque nunca se sentó a la mesa con nosotros. Se alimentó de sobras y el postre hubo de buscárselo él solito, a base de roedores de diverso tamaño, otrora tan habituales en ese entorno tan poco urbano en el que nos criamos (tanto el gato como yo) y que hoy ha desaparecido bajo gruesas capas de asfalto y cemento a granel.

Felipe tenía su pelaje oscuro, zahíno, ¿sería políticamente correcto decir que era negro?... que yo sepa ninguno de los gatos que frecuentaban su compañía se lo tuvo jamás en cuenta, porque aquel día en que casi perdió un ojo en una refriega gatuna estoy seguro de que fue por esos asuntos que también a los seres supuestamente más desarrollados nos mantienen en celo.

Tampoco sufrió marginación por su idioma, pues no necesitó traductor para hacer entender sus maullidos al persa o al siamés. Porque Felipe era un gato castellano, como la sopa, y atrevido, y hasta aseguraría que galán, de esos que se deshacen en requiebros a su amada.

No sé si habrá un cielo para los michinos. Ni siquiera sé si Felipe consumió sus siete vidas reglamentarias o renunció voluntariamente a alguna de ellas al sentirse vilipendiado y menospreciado por los creadores de dibujos animados, que siempre han sido enormemente crueles caricaturizando a los simpáticos felinos como auténticos cafres o mequetrefes, hazmerreir de los malditos roedores, que diría el gato Jinks refiriéndose a los golfos Pixie y Dixie, o aquel Tom, eternamente ligado a Jerry. Más tarde vendría Isidoro, sinvergonzón y amarillo, y Don Gato, con su sombrero y su pandilla de inútiles amigos.

¡Menuda trupe, amigo Felipe!, casi lo mismito que el circo de la política que está ahora en lo suyo, calentando motores para las elecciones del próximo mes de marzo, con sus equilibristas, sus juegos malabares y sus payasos.

Felipe, si nos estás viendo, no te arañes con esas uñas afiladas con las que, a pesar de tu cariño, me advertiste más de una vez. Y no esperes nada de las futuras remesas de gatos que emigren al otro barrio porque los gatos se van envileciendo y aburguesando al ritmo que marca la sociedad y su indecoroso progreso. Ya no hay gateras.

2 comentarios:

Jesús dijo...

Me ha gustado la historia, también porque me gustan los animales.

Y mucho los gatos aunque creo que no querría tener uno, por el motivo que das. Porque no se puede tener. Un gato es para mirarlo y disfrutar de verlo. No para tenerlo.

Muy de acuerdo con los nombres.
De pequeños mi hermana y sus amigas bautizaron como "manchitas" a un gato callejero de la zona.
Aquel nombre era como llamar a un tigre de bengala "rayitas".
Desapareció mucho tiempo (mas de un año), y un día sacando a mi perro, casi me muero del susto cuando saltó desde un árbol delante mía como jugando a cazar, y nos miró todo chulo a mi acojonado perro y a un servidor como perdonándonos la vida. En mi vida vi a un siamés así. Tenía el tamaño de un gato montés, enorme y robusto y creo que si le hubiera llamado en ese momento "manchitas", me habría cruzado la cara.

XARLI dijo...

Jesús, a un gato como el que tú cuentas le pegaría un nombre fuerte, en plan bruto, como Robustiano o Herminio. También alguno en plan "épico", como Rodrigo, o ya en plan jolivudiense: Termineitor.
Un saludo gatuno.