sábado, 27 de octubre de 2007

LAS CASTAS MATEMÁTICAS Y LA REBELDE INFLACIÓN

Con todo lo que se ha escrito y se ha dicho de ellas, las matemáticas, la ciencia más odiada por la adolescencia española y causa de mil y un fracasos escolares, resulta que son honradas a carta cabal y nunca engañan, como el mismísimo algodón de don Limpio.

Además, a pesar de todos sus vericuetos crípticos y la inacabable retahíla de operaciones que la hace tan enrevesada por momentos, con sus cubos, sus raíces cuadradas, sus reglas de tres, sus senos, sus logaritmos neperianos, sus ecuaciones de segundo o tercer grado, su mínimo común múltiplo, sus números primos y hasta el mismísimo teorema de Pitágoras, ¿quien sabe de otra ciencia que se pueda meter entera en una especie de coctelera científica con botones? Al cacharrito en cuestión, que es una auténtica máquina diabólica del cálculo, la conocemos popularmente como calculadora, ¿y a quién no le ha aliviado alguna vez del devastador suplicio de tener que calcular de cabeza el resultado de multiplicar siete por ocho?

No deja de parecerme sorprendente que, a pesar de la dura competencia de estos aparatos, siga subsistiendo el viejo oficio de maestro de matemáticas, con la mala reputación que tuvo siempre como mera ocupación de científicos medio idos a los que nadie prestaba atención en clase. Porque a ver a quien demonios puede importar en qué lugar chocarán dos trenes que salen por la misma vía en dirección contraria a distintas velocidades, cuando lo realmente interesante hoy en día, conforme se ha puesto el mundo de morboso, es conocer el número de muertos e intentar retransmitirlo lo más cerca posible del lugar del mortal impacto.

Pero ya puestos a hablar de oficios, no menos chocante me resulta el enorme parecido entre algunas modestas profesiones de siempre, como es la de carnicero, para la cual se exige en los tiempos que corren el carnet de manipulador, y otras de más recio abolengo (¿o debería decir "rancio"?), como es la de ecónomo oficial del reino, o lo que es lo mismo: ministro de economía, en donde también se trata de saber manipular con arte y maestría, ora estadísticas, ora números.

¿Y qué decir del rectilíneo oficio de enmarcador de cuadros? En no pocas ocasiones, en su incombustible búsqueda de la cuadratura del marco, es plagiado vilmente por esas matemáticas corruptas aplicadas a la economía general, donde, con portentosa torería, se nos vende la imposible cuadratura del círculo. Naturalmente, acostumbrados como estamos a pasar por el aro de la patraña política, nosotros damos oficialidad al número circense y acabamos siendo víctimas una y otra vez del vulgar timo de la estampita económica. Señores, algo no encaja: o nos ha tomado el pelo el espíritu de Pitágoras desde tiempos inmemorables o nos lo toman a conciencia los fantasmas de nuestra economía.

Permitidme un ejemplo, calculadora en mano, para entrar en materia. Imaginemos por un momento a Pepito, uno de esos niños despóticos de hoy que corretea alegre y salvajemente haciéndoles imposible la vida a sus progenitores. El referido Pepito, "niño llave" a su pesar, recibe una paga semanal de un euro. Permitáseme aquí un inciso que considero indispensable, dado que será sentimiento generalizado considerar que un euro de paga semanal es rala dotación pecuniaria para una criatura a estas alturas de la historia de la Humanidad, pero obsérvese que hace poco más de dos décadas, servidor recibía, con suerte, apenas cinco euros. Teniendo en cuenta que un euro, según la teoría de la convergencia económica europea cuyo humo nos hemos venido tragando, equivale a más de treinta y tres de esos duros de antes, resulta que cobrando ese euro a la semana, el Pepito de hoy cobra casi siete veces más que un Pepito de los años ochenta; ¿a quién se le ha multiplicado por siete el sueldo en estas dos últimas décadas? (no vale como respuesta acordarse de diputados, senadores, alcaldes, concejales y demás variopinta jauría política, porque de todos es sabido que para lo único que están de acuerdo siempre es para subirse los sueldos). Fin del inciso.

Retomando la historia de Pepito y su euro, si al nenico de marras lo enviaban sus padres a comprar pan con su lustrosa moneda, hace como quien dice dos días de nada, además de traerse una barra con apariencia panaria, entre cuyos ingredientes posiblemente también hállase la harina, se embolsaba unas vueltas nada despreciables, que seguramente invertía en alguna de esas chucherías tan recurrentes en la dieta de nuetros infantes, dado el olvido en el que han caído los cerdos-hucha, ¡con lo que fueron en tiempos!

Y es que lo del pan no tiene nombre, bueno sí, tiene un nombre y es golfería. Hasta a nuestro Pepito le parece un robo pagar diez céntimos más por algo que venía costando medio "ebro". Porque si aplicamos la regla del porcentaje (ya sabéis, esa que se representa con dos circulitos separados por una barra inclinada), resulta que sobre el precio anterior de cincuenta céntimos, esos diez suponen un incremento del veinte por ciento. Y esto es aquí y en Cehegín, usando la calculadora o dándole a la matemática en estado salvaje, en plan cuenta la vieja.

Si hablamos de los tipos de interés, y de entre ellos del Euribor, auténtico semidios de la economía europea, cualquier oscilación al alza, por muy mínima que sea, es a las escurridas economías domésticas, lo mismo que Freddy Krugel a los habitantes de la calle Elm: una auténtica pesadilla.

El pobre Pepito, al que habíamos abandonado, se queja -esta vez con razón-, de que no hay derecho, y de que a él no se le ha subido en igual cuantía su derecho a paga. Y patalea y patalea. Se revuelca en el suelo y llora. Al desconsolado Pepito le queda aún mucho por aprender.

Sin saberlo, y aunque a título individual, ha ejercido por primera vez el sindicalismo en estado puro y sin contaminación. Algún día, cuando alcance el ansiado estatus de paseante de libros universitario, en clase de economía le hablarán del IPC entre otras muchas siglas, la mayor parte de ellas un absurdo y fallido intento de simplificación que complica mucho más el aprendizaje. Y se hartará de oir en los medios de forma reiterada y cansina, que el fastidioso índice de precios al consumo está bajo control, casi lo mismo que la inmigración ilegal, la corrupción y el paro.

Tal vez, si ha desarrollado convenientemente el necesario sentido del humor, Pepito se descojonará por no hincharse a gritarle improperios al mamón que retransmite tan plácidamente las cifras de la inflación acumulada.

Son unos cracks, unos jugones de la economía. No tienes necesidad de poner la sexta. Te lo digo yo. La vida puede ser maravillosa. Lo sería más si la inflación no fuera tan rebelde o no se les notara tanto las artimañas que emplean para disfrazarla. Y si los salarios crecieran de forma pareja, entonces lo mismo no habría necesidad de buscarle letra al himno de España, porque no habría patriotismos histéricos ni maldita la falta, porque toda la piel de toro sería jauja, el reino donde, además de agua, habría riqueza para todos.

Moraleja: Colorín, colorado. Sin su euro, Pepito se ha quedado.

3 comentarios:

Andreseitor dijo...

Pues yo me hago mi pan y asín no tengo que gastarme un leuro en la barrica (llamada bagué por aquí y pistola por allá).

XARLI dijo...

pos mu bien q haces, di que si, ¡ponga una panificadora en su vida! (por cierto que nosotros también tenemos otra en casa)... De haberlo sabido Pepito, se lo podría haber dicho a su progenie y le quedaría el euro entero para chuches. ¡Qué dura es la vida!

Jetlag-Man dijo...

¡Integral, por Dios, integral! que estamos en pretemporada.