miércoles, 20 de junio de 2007

DE HECHICEROS Y CURANDEROS

Tengo un amigo que se ha arruinado siete veces. Buscando soluciones a sus problemas, que aparecían como vías de agua en el Titanic, y harto de encomendarse a los supuestos poderes milagrosos de decenas de santos repartidos por todo el mundo, comenzó a frecuentar las consultas telefónicas de santeros, curanderos, videntes, mediums y todo ese atajo de exprimidores de la desgracia ajena que se enriquecen a costa de mentes enfermizas y espíritus de mantequilla.

A la pasta que se gastó en viajes a basílicas, santuarios y demás lugares de peregrinación multitudinaria, hay que añadirle la no menos despreciable suma invertida en ofrendas y donaciones para que los atareados santos escogieran su caso para obrar el milagro. Nunca se paró a pensar en lo que tenía su caso de especial para convertirse en el preferido de tan espirituales y santos poderes, teniendo en cuenta la competencia con la que siempre se topaba. Imagino que, por eso, siempre pensó que el hecho de no resultar agraciado, se debía estrictamente a que había otros en mucho peor estado que él o que se merecían más la intercesión cuasi divina solicitada. Lo mismo habían sido más beatos, o habían sufrido más los rigores del cruel invierno vital. Después de todo, su caso no era de vida o muerte.

Terminó pasándose a la competencia eclesiástica. Al fin y al cabo, y dada la modernidad desde la que ofrecían su intermediación –a través de una simple llamada telefónica-, daba la sensación de poder ser más eficaz. Para su desgracia y la de su economía, tardó bastante tiempo en comprobar que este campo no era comparable al de la medicina, donde los avances tecnológicos si han supuesto un gran paso hacia la sanación. Operaciones que, hace relativamente poco tiempo, eran inviables y suponían el deceso de quien la necesitaba, ya fuera en la mesa de operaciones o en la tétrica espera, hoy las realizan en multitud de centros hospitalarios como el que hace churros.

Pero tampoco consiguió aliviar sus males con la intermediación de estos crupieres de rostro duro, sibilinos echadores de cartas y amigos de la mentira fácil. Ya se sabe que, junto a la prostitución, el engaño es el oficio más antiguo de la Humanidad. Y en un mundo tan mercantilizado como el nuestro, en donde todo se compra y se vende, también la ilusión está al alcance de cualquier bolsillo. Es cruel pero no parece ser ilegal esto de proponerte ficticios e inventados escenarios futuros a cambio de aflojar parné a espuertas. Es como si compraras ilusiones a precio de oro.

¿Por qué iban a estar prohibidos los cuentos? ¿qué hubiera sido, en sus tiempos, de Perrault o los hermanos Grimm, por ejemplo? ¿y qué sería hoy de tantos y tantos políticos? ¿os imagináis una campaña electoral sin esos besos de Judas y los falsos apretones de manos?

Finalmente, las sietes ruinas de mi amigo no las ha cubierto ningún fondo de compensación. Con ellas a la espalda sigue subsistiendo, consolándose, como buen espécimen del género tonto, con otras desgracias populares. Se partió el culo con lo del corralito argentino, y se relamió de gusto con lo de Afinsa. Parece que verse rodeado de una pandilla mayor de desgraciados le cerró sus heridas. Y dejo de sentirse sólo y abandonado a su suerte.

No comió perdices, porque apenas le queda para comer otros productos más populares y desprovistos de glamour con los que quitar la gazuza, pero si le echas unas monedas al cartón ante el que se postra cada día en la calle te lo agradece como si fueras el mismísimo san Agazucio que, finalmente, ha desempolvado su expediente y le está reintegrando, poco a poco, los favores que le solicitó en su día.

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